
🖋️ Por Camila Herrera – Crónicas del Terruño
En la vereda, el amanecer llega como una neblina que se cuela por los surcos. El páramo respira lento; la tierra cruje suave bajo las botas y el frío pincha la piel como si recordara que aquí, a más de tres mil metros, todo cuesta un poco más. “La tierrita hay que tratarla como abuela”, dice una mujer mientras revisa sus plantas de papa nativa. No grita: conversa con el suelo. Y el suelo entiende.
Ellas madrugan antes del sol. Preparan tinto del bueno —oscuro, humeante— y salen a ver cómo viene el día. Saben leer el cielo mejor que cualquier pronóstico: si la neblina se hace más baja, habrá humedad suficiente; si el viento corta en diagonal, mejor cubrir los semilleros. Son mujeres que sembraron primero paciencia y luego semillas; que aprendieron de la madre y de la abuela a guardar lo mejor de la cosecha para tiempos flacos; que conocen el nombre de las variedades casi como el de los hijos: chaucha, parda pastusa, criolla, rubí. La papa, dicen, también tiene carácter.

En estas lomas frías el agua es señora. Nace en los pajonales, camina por quebradas, alimenta ríos que bajan a los valles y, sin saberlo, llena vasos a ciudades enteras. Cuidar el páramo es cuidar el agua de todos; por eso, cuando se habla de “servicios ecosistémicos”, ellas prefieren otra palabra: reciprocidad. Si el páramo da agua, la comunidad devuelve cuidado: terrazas bien hechas para que la lluvia no arrastre la tierra, barreras vivas con chusque y frailejón, rotación de cultivos para darle respiro al suelo. No son recetas importadas; son saberes pulidos a punta de práctica y memoria.
“Antes sembrábamos como nos enseñaron, pero ahora hacemos el ensayo con tres surcos de abono orgánico y uno de descanso”, cuenta otra campesina. “Se nota en la planta: se pone más tiesa, más verdecita”. No hay laboratorio aquí, pero hay método. Hacen pruebas sencillas, comparan, ajustan. A eso algunos le dicen innovación; para ellas es simplemente escuchar. Donde hay menos químicos, regresan las lombrices; donde se rota con haba y cebada, la papa resiste mejor las heladas; donde se usan acolchados con paja, la humedad se queda más tiempo. Son hallazgos cotidianos que no figuran en revistas, pero sostienen la vida.
El mercado, sin embargo, llega hasta la puerta del rancho con sus prisas. Los intermediarios preguntan por volumen, no por diversidad; pagan por kilo, no por historia. Y ahí es donde más aprieta: a veces el precio no alcanza ni para cubrir el transporte. “La papa nativa vale por su sabor y por su cuento”, dice una joven que organiza ferias locales. En esas ferias, los compradores conocen a quien siembra, prueban en caldo, llevan semilla para su huerta. La venta se vuelve encuentro y la economía, tejido. No es caridad; es comercio justo a escala humana.

En las noches frías, el fogón junta a la familia. Se habla de heladas que quemaron los tallos, de una semilla nueva que llegó desde otra vereda, de un taller sobre cosecha de agua que hará la asociación la próxima semana. Las niñas escuchan; los niños preguntan. “Que no se pierda el modo”, insiste la abuela. El “modo” no es solo técnica: es respeto por la montaña y por el agua; es celebrar cuando la luna abre buena para sembrar; es agradecer con comida compartida a quienes ayudaron en la cosecha. Cultura y agricultura, dos palabras que aquí nunca se separan.
No faltan las sombras: el clima anda cambiante y las heladas llegan desacompasadas; hay suelos cansados por años de labranza pesada; la juventud, tentada por la ciudad, migra buscando otra vida. Pero el páramo también sabe reinventarse. Varias asociaciones de mujeres han empezado a guardar semillas en bancos comunitarios, a intercambiar variedades en mingas, a registrar en cuadernos sus prácticas para que no se pierdan. Otras, en alianza con escuelas rurales, hacen huertas con los pelados y enseñan a medir la lluvia con pluviómetros artesanales. Ciencia de barrio, le dicen algunos; sabiduría de montaña, responden ellas.
Cuando amanece de nuevo, el páramo juega a esconder el sol entre nubes. Las mujeres vuelven al surco. Levantan la mata con cuidado, escarban con la mano y aparece la papa: dorada, terrosa, perfecta en su sencillez. Nadie la aplaude, pero todos entienden el pequeño milagro: de ese tubérculo vive la casa, se paga el cuaderno, se compra la sal. Cada papa es, también, un pedazo de agua transformado en alimento.
Antes de volver al rancho, una de ellas deja unas papas pequeñas a un lado, como se ha hecho siempre. “Para la semilla”, dice. Sembrar para hoy, pero también para mañana: esa es la lección. El páramo guarda el agua; las mujeres, la memoria. Y en ese pacto silencioso se sostiene la esperanza de estas montañas.










