Semillas del regreso: cuando el futuro del campo venezolano germina en lo antiguo


🖋️ Por Camila Herrera – Crónicas del Terruño


En las montañas donde comienza el páramo merideño, los días ya no se parecen a los de antes. Las lluvias se corren de mes, el sol pica más, y las papas brotan antes de tiempo o no brotan del todo. Sin embargo, entre los pliegues de ese clima que cambia, algo distinto empieza a nacer: el regreso a las semillas antiguas, esas que dormían en tinajas o en la memoria de las abuelas y que hoy se despiertan para enfrentar un futuro incierto.

“Mi abuela decía que cada semilla tiene su genio”, cuenta Elda, campesina de Mucuchíes, mientras revisa las bolsitas de tela donde guarda variedades de maíz y de caraota que casi habían desaparecido. “Estas son de antes, aguantan el frío y la sequía, no necesitan tanto abono.” No hay tecnicismos en su explicación, pero sí una verdad que muchos científicos están redescubriendo: la diversidad genética es la mejor defensa frente al cambio climático.

Durante décadas, la agricultura venezolana se inclinó hacia las semillas híbridas o importadas. Eran uniformes, rendidoras y se adaptaban a un modelo que premiaba la cantidad más que la resistencia. Pero ese modelo se está resquebrajando. Con las variaciones climáticas, las viejas semillas criollas vuelven a tener sentido. Lo saben los productores del Táchira, que han empezado a resembrar frijoles locales, y también los caficultores de Boconó, que guardan sus plantas de sombra como si fueran familia.

La paradoja es clara: el futuro del campo pasa por mirar atrás. Y no se trata de romanticismo rural, sino de estrategia. En tiempos en que los suelos se erosionan y los fertilizantes suben, rescatar semillas nativas se convierte en una acción de soberanía alimentaria. Un estudio reciente de la FAO sobre resiliencia agrícola en América Latina destaca que las fincas que conservan semillas propias logran mayor estabilidad productiva que aquellas que dependen de insumos externos. En Venezuela, pequeños proyectos comunitarios lo están confirmando.

En los Andes, grupos de mujeres han creado bancos de semillas locales, intercambiando variedades según altitud y tipo de suelo. Cada trueque es una lección de biología viva. No hay etiquetas de laboratorio, pero sí siglos de observación y de ensayo. Las papas pequeñas, las caraotas de colores, los maíces morados o pintos —muchos de ellos considerados “viejos”— están demostrando una capacidad de adaptación que las semillas comerciales envidiarían.

“Esto no es volver al pasado, es asegurar el mañana”, dice Carmen, productora de Tabay, mientras enseña un frasco con granos de maíz oscuro. Los guarda en la despensa junto a las semillas de calabaza y auyama. Su cocina se ha vuelto también su laboratorio de conservación: cada vez que prepara una sopa, rescata semillas para secar y guardar. “Antes las botábamos. Ahora las cuidamos.”

El conocimiento viaja de mano en mano. En las ferias de intercambio que se organizan en Mérida y Trujillo, las familias llegan con frascos, canastos y libretas. Allí no hay dinero, solo semillas, historias y consejos. Una mujer enseña cómo guardar las papas en ceniza para evitar hongos; un joven anota la fecha de siembra ideal según la luna. No hay formalidades, pero sí un sentido de comunidad que la agricultura moderna olvidó.

Estas prácticas también están entrando en diálogo con la ciencia. En la Universidad de Los Andes, investigadores colaboran con campesinos para registrar las características de las variedades criollas, desde su resistencia a las plagas hasta su valor nutricional. El objetivo es claro: documentar para proteger. Porque una semilla sin nombre es más fácil de perder.

El renacimiento de las semillas criollas no solo es una historia agrícola, sino también cultural. En cada grano resiste una identidad, un acento, una forma de cocinar. En cada guardiana del campo, hay un acto de rebeldía silenciosa frente a la homogeneidad del mercado. Y en cada trueque de semillas, hay una esperanza: que la tierra siga hablando nuestro idioma.

Cuando cae la tarde en el páramo, Elda revisa su pequeña colección de frascos. “No tengo mucho —dice—, pero con esto me siento tranquila. Si mañana no llega el camión con abono o semilla, yo igual puedo sembrar.”
En esa frase se resume el nuevo horizonte rural: un futuro menos dependiente, más sabio y profundamente arraigado en la tierra que lo vio nacer.


Referencias

  • FAO (2024). Resiliencia agrícola y conservación de semillas nativas en América Latina.
  • Universidad de Los Andes (2025). Catálogo participativo de variedades criollas andinas.
  • WWF / PNUD. Informes sobre agrodiversidad y adaptación climática en regiones de montaña.

Camila Herrera es colaboradora destacada de Mundo Agropecuario

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