Uno de los símbolos de naturaleza salvaje más extendido es un bosque continuo. Se debe, en parte, al arraigo de un ideal fomentado por el romanticismo norteamericano del siglo XIX, cuyos literatos quedaban maravillados por los bosques de los parques nacionales.
Cristian Moyano Fernández, Centro de Ciencias Humanas y Sociales (CCHS – CSIC)
Pero hoy en día sabemos que lo salvaje, lo biodiverso y lo ecológicamente funcional no tiene por qué quedar representado solo por un bosque extenso.
Tanto pastizales (praderas o estepas) como paisajes de mosaico –donde coexisten cultivos, pastos, bosques…– pueden albergar grandes reservas de vida salvaje y ser ecosistemas llenos de ventajas para mitigar el cambio climático, limitar la propagación de incendios o frenar el declive de la biodiversidad.
Los bosques extensos y maduros son el hábitat de importantes especies y, en algunos casos, su preservación es fundamental para evitar su extinción. Pero, en otros casos, incluso es preciso que el territorio combine paisajes no forestales para alojar también otras especies y fomentar funciones ecológicas diferentes. Aquí, el rol de los grandes herbívoros resulta clave.
A menudo se afirma que el incremento de bosques aumenta el riesgo de incendios y, por tanto, es necesario el complemento de la ganadería extensiva a fin de reducir la carga de biomasa vegetal. ¿Pero hasta qué punto esta es realmente necesaria?
¿La renaturalización agrava los incendios?
Alertar de que la extensión de los bosques incrementa el riesgo de incendios y que esto implica graves riesgos para las sociedades humanas es una advertencia razonable, pero aquí deben subrayarse, al menos, dos puntos.
Primero, es importante aclarar que no cualquier bosque incrementa el riesgo de incendios por igual. Por ejemplo, un robledal maduro no suele resultar tan ignífugo como un bosque de eucaliptos.
La renaturalización busca regenerar ecosistemas por medio de especies autóctonas o con funciones equivalentes. A menudo esto puede traducirse, por ejemplo en el noroeste de la península ibérica, en un incremento de la vegetación de robles, castaños o abedules (menos ignífugos), antes que de otras especies plantadas con fines extractivistas, como los eucaliptos (más ignífugos).
Además, hay otros factores que influyen en la propagación de los incendios, como la topografía y la humedad de los territorios, y la presencia de grandes herbívoros silvestres.
Segundo, la renaturalización no ignora el papel beneficioso que los herbívoros pueden desempeñar en los ecosistemas y para prevenir incendios. Por eso propone a veces reintroducir ungulados salvajes.
Los grandes ungulados pueden desempeñar un papel clave en la limitación de los incendios, generando ecosistemas de mosaicos y facilitando procesos de cortafuegos naturales.
Que comamos carne perjudica a los hervíboros salvajes
Actualmente, la península ibérica tiene un déficit de macrofauna silvestre. Las especies salvajes han sufrido un declive poblacional del 69 % desde 1970 debido principalmente a los impactos antropogénicos, desapareciendo aceleradamente muchos de los grandes herbívoros que antes habitaban la península ibérica y buena parte de Europa.
Una gran parte de estos impactos antropogénicos se debe al hecho de que los humanos comamos carne. Este es uno de los mayores detonantes de extinguir las especies salvajes de vertebrados, porque mermamos sus territorios, los cazamos o reintroducimos especies invasoras que indirectamente les perjudican.
De hecho, más de un cuarto de la superficie terrestre se dedica a la producción ganadera. Y la biomasa del ganado supera con creces la de los mamíferos terrestres salvajes (llega a ser más de 300 veces superior).
Como hemos reducido drásticamente la presencia de ungulados silvestres, suele ser habitual argumentar que necesitamos recuperar funcionalidades ecosistémicas a partir de una ganadería extensiva pastoreada por el ser humano. Pero este razonamiento a veces no contempla con suficiente detenimiento tanto la alternativa de reintroducir especies salvajes como los efectos perjudiciales que también acompañan la práctica ganadera.
La ganadería no es la panacea
Contemplar la renaturalización más allá de la ganadería ayuda a no dejarse llevar por conclusiones interesadas que precipiten en el antropocentrismo –la creencia de que nuestra especie importa más que el resto– y que busquen legitimar una práctica cuyo objetivo principal no es la regeneración ecosistémica sino la producción de alimentos cárnicos. Si no lo hacemos, podemos caer en lo que algunos ya denuncian como meatwashing.
No hay que olvidar que las prácticas agroganaderas son una de las principales fuentes de pérdida de biodiversidad, de rechazo a los grandes carnívoros (también esenciales para la recuperación de las funcionalidades ecosistémicas), de generación de incendios (intencionados o accidentales derivados de negligencias), de contaminación edáfica por el uso de antibióticos y antiparasitarios y de maltrato animal (muchos individuos acaban tempranamente en mataderos).
Más vida salvaje y menos mercantilización de la vida
Según el contexto, y en aquellos casos donde la ganadería trashumante procura mimetizar las funciones de los grandes herbívoros extintos, puede llegar a ser una herramienta local para la conservación de la biodiversidad y compatibilizarse con la renaturalización.
Ahora bien, que la ganadería sea un complemento necesario para cubrir los déficits de la renaturalización es una conclusión que debe matizarse. Especialmente en lo que respecta, por un lado, a la comprensión que se tiene a veces de la renaturalización, que parece limitada a un “dejar hacer” –donde solo se daría un proceso de reverdecimiento vegetal– y que no contempla la recuperación de herbívoros (salvajes), cuando en realidad sí lo hace. Por otro lado, debe matizarse a la luz del coste de oportunidad que puede suponer dedicar más esfuerzos, recursos y territorio a la ganadería en comparación con otras estrategias que ecológicamente también son viables, como quizás, justamente, la renaturalización.
Existen millones de hectáreas en la cuenca mediterránea donde aumentar la densidad de grandes herbívoros en el paisaje es una urgencia porque sus funciones ecológicas son necesarias.
No obstante, habida cuenta de la gran fragmentación del territorio español, las migraciones naturales de herbívoros silvestres reintroducidos es un reto muy difícil a nivel estructural, dado que hace falta un profundo replanteamiento socioeconómico, político y legislativo de cómo se ordena el territorio.
Quizá en todos los lugares no sea posible, de manera inminente, recuperar especies salvajes y que tengan libertad de movimientos. En cambio, las vías pecuarias para el pastoreo pueden presentarse como alternativas estructuralmente más asumibles a corto plazo.
No obstante, desde el punto de vista ecológico y ético hay un proceso de la ganadería que no tiene por qué quedar del todo justificado: enviar a todos estos animales al matadero para comercializar su carne. Por razones ecológicas, pastorear el ganado puede ser asumible en determinados contextos, pero ello no justifica su venta.
¿Por qué no cuidar a estos animales hasta que fallezcan de manera natural? Esto en algunas zonas también podría facilitar la obtención de alimento para depredadores y carroñeros, especialmente allí donde cada vez se encuentran más diezmados. También podría motivarnos a transitar hacia una dieta más basada en vegetales, que suele tener una huella ambiental significativamente menor que una dieta cárnica.
Vender productos cárnicos es fuente de ingresos para los ganaderos. Si este mercado tiende a desaparecer, debería haber una compensación económica por un pastoreo ecológico que no genera productos, tal vez redistribuyendo las subvenciones de la PAC.
Sin embargo, en grandes territorios de la península ibérica ya no queda ganadería extensiva simplemente porque no queda gente que quiera hacer ese tipo de trabajo, en esas condiciones y en esos lugares. Allí podría apostarse por la recuperación de los grandes herbívoros con un manejo más natural, de semilibertad o plena libertad.
Cristian Moyano Fernández, Investigador Postdoctoral en Ética Ecológica, Centro de Ciencias Humanas y Sociales (CCHS – CSIC)
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.