Hace unos días, la Agencia Europea del Medio Ambiente publicó el informe La importancia de restaurar la naturaleza en Europa.
Adolfo Cordero Rivera, Universidade de Vigo
En él se cuantifica el estado de los ecosistemas europeos y se concluye que el 81 % de los hábitats protegidos, el 39 % de las aves protegidas y el 63 % de otras especies protegidas están en un estado deficiente o malo, y que urge tomar medidas para cambiar las tendencias negativas.
Vista la situación, tenemos que centrarnos en restaurar los ecosistemas, empleando las técnicas que la ecología de la restauración ha desarrollado en las últimas décadas.
Las otras tres erres
Desde hace unas décadas se habla a menudo de la necesidad de emplear las tres erres del desarrollo sostenible: reutilizar, reciclar y reducir, de tal manera que los recursos que necesitamos para nuestra vida no se desperdicien. Se trata de usarlos una y otra vez y, cuando no sea posible reutilizarlos, disminuir al máximo el consumo. Esto es factible con pequeños gestos cotidianos, y sólo hace falta que tomemos conciencia de nuestra capacidad como individuos.
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Pero además de esas tres erres, también se habla ahora de otras tres:
- reservar espacios para la conservación de la biodiversidad;
- reconciliar el uso del espacio para que no sólo tengan cabida en nuestras ciudades y pueblos las personas y sus mascotas, dejando espacio para la vida salvaje;
- restaurar aquello que se ha perdido, porque la naturaleza tiene una capacidad inmensa para recuperarse después de las perturbaciones (lo lleva haciendo desde que surgió la vida).
Durante la pandemia y el confinamiento al que nos vimos abocados, hice precisamente un alegato para que estas seis erres formasen parte de nuestros objetivos vitales.
Preservar la naturaleza, aunque sea por egoísmo
Como profesor en una escuela de Ingeniería Forestal, uso a menudo el ejemplo de dos científicos que han sido pioneros de la restauración, mostrando cómo pequeños gestos pueden hacer grandes cambios.
El primero de ellos es Aldo Leopold, un ingeniero forestal norteamericano que desarrolló actividades de restauración en una granja del estado de Winconsin (EE. UU.), donde consiguió recuperar algo de los bosques perdidos.
VER: La presencia de herbicidas aumenta la fragilidad de ecosistemas acuáticos frente al cambio climático
La obra de Leopold A Sand County Almanac (en español: Equilibrio ecológico: almanaque de un condado arenoso) desarrolla las ideas de la “ética de la Tierra”, que permiten entender que formamos parte de un sistema mucho mayor del que normalmente pensamos, y por ello necesitamos mantener los ecosistemas en un estado favorable. Me gusta citarle a menudo en mis artículos, y en particular su afirmación:
A thing is right when it tends to preserve the integrity, stability, and beauty of the biotic community. It is wrong when it tends otherwise. (Una cosa está bien cuando tiende a preservar la integridad, la estabilidad y la belleza de la comunidad biótica. Está mal cuando tiende a lo contrario.)
Es decir, que nuestras acciones sobre los ecosistemas deben estar enfocadas a mantener su integridad, aunque sólo sea por puro egoísmo, pues toda nuestra sociedad depende de ello.
Robles, libélulas y personas
El segundo científico que me gusta citar es mucho menos conocido, pero yo tuve el placer de conocerlo: Norman Moore. Fue uno de los primeros en darse cuenta de los efectos negativos de los insecticidas organoclorados (como el DDT) sobre las aves, al afectar no sólo a sus presas (insectos) sino también al grosor de la cáscara de los huevos, que se rompían con el peso del ave que pretendía incubarlos.
Moore escribió un libro precioso, que no ha tenido la difusión que merece, con un título enigmático: Oaks, dragonflies and people (Robles, libélulas y personas), donde cuenta sus esfuerzos por restaurar un bosque perdido desde hace milenios en una finca en Inglaterra que ya era agrícola en la época romana.
Además, describe la creación de una charca en su propiedad como hábitat para las libélulas que tanto amaba (y a los anfibios, aves acuáticas, plantas, etc). Demuestra de esta manera que la restauración de ecosistemas perdidos no sólo es posible, sino que es bastante rápida si se usan las técnicas adecuadas.
Muchas restauraciones posibles
El ejemplo de Moore sirve para explicar que la restauración no es únicamente recuperar un ecosistema perdido, sino que hay muchas opciones posibles.
Como expongo en detalle en un artículo recogido en una publicación sobre el año internacional de los bosques en 2011, los ecosistemas degradados poseen una estructura muy pobre. Como consecuencia, las funciones que proporcionan a nuestra sociedad son muy limitadas.
Al haber perdido estructura, los ecosistemas degradados tienen un funcionamiento limitado, que se puede mejorar mediante la restauración ecológica, pero también es posible reemplazar un ecosistema degradado por otro ecosistema diferente, especialmente uno que sea raro o amenazado regionalmente.
VER: Podemos hacer más para restaurar nuestros ecosistemas de agua dulce, dice un investigador
Si no se realizan actividades de restauración, puede que el sistema no se recupere o lo haga muy lentamente, y se dice por lo tanto que se ha producido un abandono. Finalmente, cuando el ecosistema degradado se mejora parcialmente, se habla de rehabilitación.
Una inversión de futuro
Muchos argumentarán que restaurar ecosistemas es algo que no podemos permitirnos porque sus costes son muy elevados. Sin embargo, mientras que los costes en Europa se han estimado en 154 billones de euros, los beneficios serán de unos 1 860 billones, según datos del informe citado al principio. Así que claramente se trata de una inversión de futuro. Solo hace falta voluntad política. Y la voluntad política depende de los ciudadanos. Así que está en nuestras manos.
VER: Comprender el papel críptico que desempeñan los hongos en los ecosistemas
Con más de 8 000 millones de personas en el planeta, no es posible ignorar el peso de nuestra especie. Pero no sólo tenemos capacidad destructora, sino que también somos restauradores en potencia.
Adolfo Cordero Rivera, Catedrático de Ecología, Universidade de Vigo
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.